La clásica y manida historia del que se esconde esperando ser encontrado y se cansa de esperar y descubre que absolutamente nadie le está buscando y regresa a su casa y, aterrorizado, comprende, al ver la expresión de extrañeza en la cara de su madre cuando la saluda en la cocina, que unas horas de ausencia han sido suficientes para que todo el mundo le olvide; la clásica y manida historia en la que no vale la pena detenerse.
O la de aquel que encontró refugio en los libros porque no conseguía sentirse bien entre las personas y, a medida que iba creciendo, cada vez se sentía mejor dentro de los libros y cada vez se sentía peor entre las personas, hasta que llegó un día en el que su necesidad de lectura era tan acuciante que, puesto en la disyuntiva de gastar sus últimos diez euros en un libro o en comida a cinco días de cobrar y con la nevera y le despensa exhausta, optó por comprarse el libro.
Tres días después, claro, era más sabio pero estaba hambriento, así que, en un arrebato del instinto, la emprendió con las páginas del libro y descubrió que la celulosa quita el hambre y ya no volvió a comer nada que no tuviera páginas y, poco a poco, fue adelgazando y sintiéndose cada vez más débil hasta que un día, en el trabajo, se desmayó y hubo que llevarlo a la mutua y le hicieron un análisis y resultó que, en lugar de sangre, por sus venas corría tinta negra y, para desconcierto de los médicos y de cuantos supieron de la historia, quedó claro que el tipo no era más que un cuento al que le había dado por el canibalismo.
A mí también hay días en los que la vida me duele como si me estuviesen golpeando con ella, días en los que quisiera morirme.
Otros, en cambio, me conformaría con estar muerto.
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