Lo malo de las profundidades es que no admiten el estatismo, uno no puede resignarse a habitar en ellas y quedarse ahí sentado en un rincón cualquiera de su pozo particular, un pozo que, por otra parte y como todo pozo que se precie, carece por completo de rincones.
En las profundidades no hay lugar para la quietud o el descanso, en el preciso instante en el que uno decide dejar de luchar por salir de ellas –total, igual no vale la pena-, en cuanto bajas los brazos admitiendo tu derrota es como si el suelo en el que te apoyas cediese bajo tus pies y otra vez te encuentras cayendo, como si el pozo no tuviese fondo o no tuviese más fondo que el de tu propia resistencia: seguirás cayendo mientras aguantes la caída, seguirás arrastrándote mientras las piernas y el vientre y los brazos te lo permitan.
Hay una leyenda judía que dice que en cada generación de hombres nacen treinta y seis hombres justos, treinta y seis almas puras destinadas a soportar sobre sus hombros todo el sufrimiento del que se hagan merecedores a lo largo de sus vidas el resto de hombres de su generación, treinta y seis desgraciados que sufrirán como perros mientras vivan.
Y cuenta la leyenda que, cada vez que uno de esos hombres muere, Dios en persona acoge el alma entre sus dedos y los frota sin descanso para hacerla entrar en calor y que, en ocasiones, es tanto el frío que el alma ha acumulado en su interior, que tarda cientos de años en conseguir que deje de temblar.
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