martes, 9 de diciembre de 2008

La memoria de los arcenes.

Entonces, mientras conducía de vuelta a Barcelona, no sé por qué, me acordé de Vincent. Vincent era autista y viejo, estaba ingresado en el primer manicomio al que yo entré a trabajar como celador. Llevaba ya bastantes años allí y antes había estado en el de Cádiz, supongo que aquel pobre desgraciado se había pasado toda la vida entre las cuatro paredes de un loquero. No era un tipo problemático para ser autista, nunca se violentaba, tampoco recibía visitas, ni siquiera se llamaba Vincent o Vicente. Ya no recuerdo su nombre verdadero pero sé que era uno que no se parecía en nada al nombre por el que le conocíamos, me imagino que el apelativo debió ponérselo algún enfermero guasón y más o menos culto allá por el sur y, mira, la cosa tuvo éxito y se le quedó lo de Vincent ya para toda la vida e incluso para después de ésta.

Y digo lo de que el enfermero era relativamente culto porque el nombre es una alusión a Van Gogh, el tipo éste que pintaba girasoles y se cortó la oreja con una navaja de afeitar. Y no porque a nuestro Vincent, en un arrebato de ira, le hubiera dado por cortarse él también el apéndice auditivo, qué va, lo suyo tenía más mérito, había sido una labor más de erosión que de impulso, un trabajo lento y constante a lo largo de los años como el del viento o el del agua, un desgaste contínuo e incruento..

El viejo presentaba un comportamiento maniático que por lo demás no causaba a nadie -más allá de alguna señora de la limpieza un poco quisquillosa- la más mínima molestia. A saber: el tipo se pasaba todo el día recorriendo el perímetro de la habitación en la que se encontrase con la oreja bien pegada a la pared, ya fuese ésta la superficie enyesada de las de su habitación, el hormigón de los muros del patio o las frías baldosas del lavabo. Como si buscase algo. Algo en concreto. Y debía llevar muchos años haciéndolo porque lo cierto es que la fricción permanente de su perfil contra la piedra había acabado por jibarizar su oreja derecha hasta convertirla en un pedacito de carne endurecida al borde del oído; también había perdido el pelo y toda la piel que entraba en contacto con los muros se había convertido en una especie de cobertura callosa, la cicatriz de una cicatriz que cicatriza en la cicatriz.

Era evidente que algo andaba buscando al otro lado de las paredes. Un día le pregunté, ¿Qué buscas, Vincent?. Macandé, me contestó. ¿Macandé?, repetí yo, que no había oído aquella palabra en mi vida. Macandé, repitió en el mismo tono de voz, y después siguió avanzando sin separar la cara del tabique del pasillo, dejando un mínimo e irregular rastro de saliva que nos venía la mar de bien para encontrarlo cuando llegaba la hora de comer o la de irse a las habitaciones a echar la siesta.

Al principio no le di mayor importancia a su respuesta pero a la larga me fue picando la curiosidad. ¿Qué buscaba Vincent al otro lado de las paredes? ¿Qué significaba macandé? Así que una tarde entré en una biblioteca y cogí el diccionario más gordo que encontré. Macandé: adj., masc., sing. Loco, sobre todo entre los gitanos extremeños, decía. Y yo pensé que no dejaba de tener su gracia la figura de un loco que había consumido su vida y parte de su cuerpo en buscar a la locura en el interior de las paredes.

Mientras conducía por la autopista sin ganas de llegar a casa, me dejé llevar por la nostalgia. Recordé el permanente mosqueo de las señoras de la limpieza por la huella que Vincent dejaba en las paredes, a la joven esquelética que, con los antebrazos todavía envueltos en vendas y gasas, le llamaba “babosa” con un gesto de profundo desprecio en los huesos de la cara; el rastro de saliva que recorría el muro del patio justo hasta la mitad, como si hubiera pretendido realizar su gesta por la ruta más visible para que todos pudieran disfrutar de su proeza el día en que Vincent se escapó.

Lo cierto es que nadie lo vio, que era imposible que un hombre escalase por la superficie de aquel muro desnudo, que ni siquiera había huellas de arañazos en el hormigón que delatasen dónde habían hecho presa las manos, que el viejo tenía más de setenta años que, que, que... Una cosa era incuestionable: allí estaba el rastro de saliva que, justo al llegar a la mitad del muro, daba un giro de noventa grados adquiriendo una verticalidad inusitada y recorría en perfecta línea recta los tres metros que le separaban del cielo, atestiguando de forma irrefutable el vuelo del hombre sin oreja que nadie tuvo la suerte de contemplar.

Los periódicos decían que el cuerpo de Vincent fue encontrado sin vida al otro lado del muro del manicomio. La verdad es que yo no fui a mirar, siempre he preferido creer que el viejo encontró al fin lo que andaba buscando, fuese lo que fuese, y que emprendió. Porque, de no ser así, de no haber encontrado lo que andaba buscando, ¿qué carajo podía haber ocurrido para que un hombre que llevaba cuarenta o cincuenta años pegado a una pared de repente una mañana echase a volar?

Años después me aficioné al flamenco y descubrí que Macandé, Gabriel Macandé, había sido un cantaor gitano nacido en Cádiz a finales del siglo diecinueve, en mil ochocientos noventa y siete, y muerto en la misma ciudad cincuenta años después, ya casi mediado el siglo veinte. En realidad, del mismo modo que Vincent no se llamaba Vincent, tampoco él se llamaba Macandé. Macandé, como indicaba el diccionario, es la palabra que usan los gitanos para designar a un loco, y así empezaron a llamar al cantaor a raíz de sus rarezas.

Cuentan que tenía una voz preciosa y una forma personal de interpretar los fandangos de una belleza estremecedora, que se ganaba la vida vendiendo caramelos, que para venderlos cantaba un pregón que traía loco a medio Cádiz, que siempre arrastraba un séquito de treinta o cuarenta personas que no le seguían más que para escucharle cantar, que nunca quiso cobrar un duro por sus cantes.

Por lo visto se enamoró de una sordomuda -trágico destino para un cantante-, y engendraron tres hijos, todos los cuales heredaron la sordera materna, haciendo enloquecer por completo a Macandé que –y aquí viene lo más interesante- pasó los últimos doce años de su vida ingresado en el sanatorio de Cádiz, que supongo que debe ser el mismo en el que estuvo ingresado Vincent antes de que lo trasladaran al lugar donde yo le conocí, las fechas concuerdan.

También cuentan que Manolo Caracol, cuando estaba en la cumbre de su carrera, se pasaba tardes enteras sentado en un rincón del cuarto de Macandé, a la espera de que el gitano, ya totalmente desvalido y con la razón perdida, soltase un grito estremecedor por soleá o por siguiriya; y cuentan que, en ocasiones, cuando a Macandé le daba por gritar, Caracol rompía a llorar como un niño desconsolado y hasta las paredes se estremecían de miedo y asombro.

Yo tengo una teoría, quizá Caracol no fuese el único auditorio de aquellos jirones de cante, quizá en aquellas ocasiones, cuando a la voz de Macandé le daba por apropiarse del aire de su cuarto, al otro lado de las paredes que se estremecían, también se estremecía el joven Vincent, que por entonces aún debía conservar las dos orejas y al que por lo tanto nadie debía llamar así. Quizá Vincent, el hombre sin oreja, estuvo ingresado en la habitación contigua a la de Macandé y por eso se pasó la vida buscando su voz al otro lado de las paredes, dejándose parte de su físico en la empresa.

Claro, con mi teoría queda sin respuesta el motivo por el que Vincent emprendió el vuelo justo en el momento que lo hizo, eso nunca he alcanzado a entenderlo. Entré en Barcelona pensando en lo maravilloso que sería poder escuchar algún día la voz nunca registrada de Gabriel Macandé, la voz que nunca pudieron oír ni su mujer ni sus chiquillos, una voz tan hermosa que acabó haciendo enloquecer al hombre que la poseía.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Introducción a la etología.

Vinieron de los cuatro puntos cardinales para presenciar la ejecución; a pesar del bochorno, la plaza estaba atestada ya dos horas antes de la hora convenida. El verdugo, antes de ponerse la capucha, sale al balcón envuelto en una túnica para contemplar a su público. Lleva veinticinco años ejerciendo el oficio y en la intimidad no le queda más remedio que admitir que disfruta con su trabajo.

A la hora convenida y debidamente encapuchado, el verdugo sube al cadalso envuelto en el unánime silencio de la multitud. El reo no se hace esperar ni forma demasiado alboroto, se deja conducir sin oponer resistencia y apoya la cabeza con serenidad, ofreciendo impasible su límpido cuello a la voracidad desmedida del hacha del verdugo.

En el conocido instante de descargar el golpe seco que separa la cabeza del cuerpo del condenado, el verdugo, más allá de la satisfacción del trabajo bien hecho, siente por primera vez en su vida, una punzadita de algo parecido al remordimiento.