No vino nadie.
Lo tenía todo a punto y no vino nadie.
Los ceniceros vacíos, cerveza en la nevera, el vino en el decantador, la carne salpimentada, la barbacoa llena de carbón. Les había preparado un discurso de bienvenida y un regalo de despedida; tortilla de patata para que fuesen picando mientras se hacía la panceta; cognac, whisky y orujo para acompañar al café…
Al final no vino nadie.
Tiré el móvil a la taza del váter, me vacié media botella de orujo en la garganta, salí al balcón. Toda la noche de pie en el balcón, mirando la carretera, viendo pasar los camiones como embarcaciones a la deriva, barcos fantasma que sólo buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos.
Vomité tres veces sin molestarme en cambiar de postura, aguanté en pie los embates de la borrachera aferrado a la barandilla como un marinero rebelde soportando, en el carajo y sin una queja, lo peor de la borrasca.
Ya casi había amanecido cuando paró en el arcén el camión lleno de cerdos y el conductor bajó de la cabina al parecer dispuesto a cambiar una rueda.
Los cerdos chillaban, como si celebrasen aquella prórroga, como si de alguna manera intuyesen la cercanía del matadero. Los cerdos chillaban y, poco a poco, a medida que el sol se abría paso por entre las nubes bajas, fui comprendiendo que en realidad eran para mí aquellos chillidos; que en el fondo no eran más que carcajadas porcinas; que, vete a saber cómo, aquellos animales sabían que no había venido nadie y evidentemente se burlaban porque era como para burlarse.
Ser hijo de cazador tiene alguna que otra ventaja, pensé mientras llenaba de cartuchos la escopeta.
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