Al final su hermano llegó casi a las diez y media. Pasamos cuatro horas en el aeropuerto y, claro, no es éste un lugar que ofrezca demasiadas alternativas para el ocio, así que nos pasamos la tarde en un contínuo peregrinar del bar al coche y viceversa. Dos cervezas en el bar; un poco de música y dos canutos en el coche. Dos cervezas en el bar; dos canutos en el coche. Dos cervezas; dos canutos. En la tercera visita al parking acabamos los dos cantando a grito pelao con Camarón sin importarnos un carajo lo mal que lo hacíamos.
El hermano de mi amigo, que llevaba liado entre escalas y retrasos desde las ocho de la mañana, llegó a las diez y veinte de la noche a Barcelona y lo primero con lo que se encontró al salir por la puerta de la terminal fue con dos tipos borrachos que le tendían las llaves de un coche y exclamaban a dúo: Conduces tú.
Conseguimos aparcar en una zona de carga y descarga junto a la iglesia, cerca del restaurante. Salimos del coche y el forzado conductor me dijo que le abriera el maletero, que quería coger no sé qué de la maleta. Pero si la llave la tienes tú, le dije, y los tres intercambiamos miradas de alarma. Miré a través del cristal de la ventanilla y vi la llave perfectamente colocadita en el contacto. Habíamos bajado los seguros de las puertas. No era, ni de lejos, la primera vez que me pasaba.
La otra copia de la llave la tenía en casa pero las llaves de casa las tenía dentro del coche así que, la única solución lógica que se me ocurría era localizar a mi compañero de piso y que alguno de los otros comensales me acercase a Rubí, apenas a cinco o seis kilómetros. Pero a ninguno de los tres nos pareció aconsejable hacer todo aquello con el estómago vacío así que decidimos irnos a cenar con el inexorable propósito de concluir con éxito la operación después de los cafés.
Cuando entramos al restaurante estaban terminando el primer plato; salimos con el segundo, postre, café y tres whiskys en el cuerpo. Alguien dijo que lo de mi coche se solucionaba con un fleje, que él con un fleje me abría el coche, así que, sin pensarlo dos veces, me encaramé como pude a una farola, supongo que con la ayuda de alguien, y descolgué una de esas banderolas que cuelga el ayuntamiento con la programación cultural de la temporada, que llevan un fleje como lastre para que el viento no las enrolle sobre sí mismas.
Lo del fleje resultó ser una propuesta baldía pero, claro, una vez alrededor del vehículo la gente se emocionó y, como poseidos por el espíritu del Vaquilla, todos empezaron, al principio tímidamente, a intentar abrir mi coche: unos tiraban estúpidamente de la maneta cada vez con más fuerza; otros intentaban bajar los diferentes cristales de cada una de las ventanillas; alguno, seguramente el más atrevido, sugirió que reventáramos uno de ellos y santas pascuas, Eso lo cubre el seguro, apostilló.
Al final vi que David, el tipo al que había acompañado al aeropuerto, presionando con las manos en el cristal de la puerta trasera del lado del acompañante y empujando hacia abajo, había conseguido hacerlo descender un par de centímetros o así, lo justo para que akguien pudiera meter los dedos. Y así, tirando hacia abajo los dos a la vez y con toda la mala leche del mundo, conseguimos, en un gesto súbito, bajarlo del todo.
La euforia se desató, Saltos, abrazos, fotos. En una de ellas, en la que se me ve más feliz, salgo subido al techo del coche, con los brazos en cruz y el pecho hacia adelante, como si fuese el mascarón de proa de una embarcación fenicia o cartaginesa. Y la euforia duró hasta que el sentido común hizo acto de presencia instalado en una voz que el recuerdo vuelve anónima y que, cogiéndome del brazo, me dijo: Oye, pero ahora el cristal no sube.
Lo que habíamos hecho era romper el cable de hilo de acero que es quien transmite al cristal la orden ascendente o descendente que recibe de la manivela de la puerta y, claro, sin cable el cristal no recibía -ni, en consecuencia, obedecía- orden alguna. Lo subíamos hasta arriba con las manos pero, en cuanto lo soltábamos, iniciaba un lento descenso que nosotros nos apresurábamos o corregir; lo soltábamos una vez más como esperando que se lo huniese pensado mejor y el cristal volvía a caer, despacio pero sin remedio, como un atardecer en el desierto. Al final algún iluminado, en la fase en la que lo teníamos arriba, insertó en la ranura, por el lado de dentro, el tapón de un boli bic y el cristal se quedó quieto.
Supongo que ahora me toca explicar esa aparatosa coreografía y las circunstancias que condujeron a ella. Circunstancias que, en realidad, se reducen a una: mi coche es alérgico a las cerraduras. Sólo así se explica el hecho incontrovertible de que, en el lapso de una semana, dejaran de funcionar sin intervención de mano ajena tanto la del conductor como la del acompañante. La única que sigue funcionando es la del maletero pero, claro, socialmente no está bien visto que uno entre por el maletero cada vez que tenga que subir al coche así que:
Maniobra de entrada:
Abrir el maletero.
Apoyar la rodilla e introducir medio cuerpo apoyando el pecho en el respaldo del asiento de atrás.
Levantar el seguro de la puerta trasera del lado del conductor.
Salir del coche.
Cerrar el maletero.
Dar unos pasos hasta encontrarse frente a la puerta trasera.
Abrirla.
Meter el brazo derecho y levantarle el seguro a la puerta delantera procurando no clavarse el pico metálico de la trasera en el pecho.
Cerrar la puerta trasera.
Sólo entonces, después de abrir la puerta delantera, puede uno sentarse en el lugar del conductor y, si no se ha dejado las llaves puestas en el maletero, arrancar el coche sin más preámbulos.
Hasta la noche de autos, a esta maniobra le correspondía una maniobra de salida perfectamente simétrica pero sin la intervención del maletero, lo que dotaba a la coreografía completa (maniobra de entrada + maniobra de salida) un aspecto tedioso y rutinario, como un monumento a la monotonía. Después de la noche de autos la cosa ha quedado como sigue:
Maniobra de salida:
Girar el torso a la derecha, inmediatamente después de sacar la llave del contacto, y alargar el brazo hasta poder levantarle el seguro a la puerta de atrás del lado del acompañanta.
Salir del coche y cerrar la puerta del conductor a ser posible con el cristal de la ventanilla debidamente subido. Abrir la puerta trasera del mismo lado.
Meter el brazo derecho y bajarle el seguro a la puerta delantera procurando no clavarse el pico metálico de la trasera en el pecho.
Cerrar la puerta trasera después de haberle bajado el seguro a ella también.
Rodear el coche hasta quedar frente a la puerta trasera del lado del acompañante.
Abrirla.
Sacar el tapón de bolígrafo azul de la ranura, subir el cristal con la mano y, manteniéndolo arriba del todo, volver a introducir la cuña improvisada.
Sólo entonces, después de bajar el seguro y cerrar la puerta trasera del lado del acompañante, puedo uno irse a casa o a donde sea que vaya con la tranquilidad de haber dejado el coche bien cerrado.
Ahora te toca a ti, querido lector, hacer un ejercicio de imaginación. Tienes que unir en tu cabeza las dos coreografías de forma continuada. Me tienes que ver entrando y saliendo una y otra vez del coche, sin saltarme ninguno de los pasos preceptivos, incansablemente, una y otra vez. Y tienes que verte a ti mismo como si fueses una cámara de video que, en plano cenital, como si estuviese colgada de una nube, enfoca a mi coche desde arriba, desde muy arriba, desde tan arriba que el coche se vea del tamaño de una nuez y yo sea apenas un insecto. ¿No te parece que parezco la más perezosa de las hormigas que se ha encontrado una enorme semilla en medio del camino y la está probándo para ver si su sabor es lo suficientemente agradable como para que merezca la pena cargar con semejante peso hasta el hormiguero?