viernes, 26 de noviembre de 2010

En ningún sitio como en casa

Estas cosas se hacen mejor en casa, piensa apoyado en la barandilla del puente, con la vista clavada en el asfalto de la autopista ocho o nueve metros más abajo, y sigue andando hacia la estación de RENFE. Hace mucho que no utiliza el tren como medio de transporte habitual, desde que se sacó el carnet de conducir y se acostumbró a ir a todos los sitios en coche, así que no puede evitar, camino de la estación, sentir sobre sus hombros el peso de la derrota.

Suicidarse antes de los veinte es un acto heroico, hacerlo a partir de los treinta es pura cobardía, solía decirse a los diecisiete años, cuando vivir en un cuarto piso, una cierta ciclotimia y querer ser poeta le hacían pensar a menudo en la posibilidad de saltar por el balcón como forma de acabar de una vez y para siempre con cualquier tipo de problema. Así que, ahora que a los treinta y tres, sabiéndose un cobarde, le empiezan a venir mal dadas, se acuerda del cuarto piso en el que vivía con sus padres y se lamenta por los escasos dos metros y medio que separan la acera de la ventana del primero en el que vive ahora.

No pasa nada, sabe que sólo es cuestión de valor e insistencia, de disciplinada perseverancia. Y como él nunca ha sido ni disciplinado ni perseverante ni se ha caracterizado por su valor, decide recurrir a ayudas externas a pesar de que hace mucho tiempo que dejó de tontear con las drogas. El gramo de cocaína le cuesta tres llamada, la botella de whisky un viajecito al súper. Después se prepara la cena, nada especial, no quiere ceremonias solemnes. Por el mismo motivo descarta el ritual de redactar una nota explicando las razones que le han llevado frente a la ventana abierta.

La ventana da a un callejón poco transitado incluso durante el día, pero él, amparándose en una falsa prudencia, espera, al abrigo del alcohol y la farlopa, hasta bien entrada la madrugada. En realidad le hubiera gustado empezar algo antes, pero ha necesitado medio gramo y media botella para reunir el valor necesario. Sabe que no lo va a conseguir al primer intento, así que divide el medio que le queda en seis generosas rayas para reponer fuerzas entre salto y salto y deja el whisky abierto por si alguno de los golpes le lastima la mano dificultándole el gesto de desenroscar el tapón.

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