martes, 22 de diciembre de 2009

Diccionario abreviado de jardinería o cosas que se pueden hacer amontonando restos de poda (II)

Caligrafía.

En el pupitre de delante una letra
entrevista por encima
del hombro de su propietaria;
una caligrafía que engorda y adelgaza
en ciclos que parecen naturales,
como si respirara;
una caligrafía que inclina los palitos
de las t y de las d y de las l
hacia uno y otro lado -sístole, diástole-,
como si, además de respirar, latiese.

Al final de la clase, camino de la puerta de salida,
intento ver de reojo por última vez su letra
y mis ojos se encuentran con un pezón
que se eriza al contacto con la tela de la camiseta.

La chica que respira y late
a través de su propia caligrafía,
esta mañana vino a clase
sin sujeción de ningún tipo.



Cicatriz.
Ni es muy honda ni, gracias al maquillaje, se aprecia bajo la luz de los focos, pero durante el día es perfectamente visible surcándole el rostro. Una recta perfecta que atraviesa la parte izquierda de su cara, desde la comisura de los labios hasta media mejilla, como si alguien hubiese intentado alargarle a la fuerza la sonrisa.


Confesión.

En la vida nunca se me han dado bien los finales. O son demasiado abruptos o demasiado dilatados. O se demoran hasta la náusea o son tan expeditivos y eficaces que parece que nunca hubiese existido la etapa que con ellos concluye.
Todo esto es por el cambio de estación, por el cambio de estado, por el curso que aún no comienza, porque no escribo, porque masturbarse dos veces al día no es ni de lejos saludable a partir de los treinta, porque tengo el piso hecho una pocilga, porque ya empiezan las alfombrillas del coche a estar otra vez llenas de colillas.
A veces pienso que el mundo me queda grande, que me sobran al menos un par de tallas, que haría falta hacerle algún remiendo pero, por más que busco, no consigo encontrarle las costuras.


Economía.

Al salir a la calle me di cuenta de que iba descalzo, al parecer me habían robado los zapatos.
Hacerse el dormido no es la mejor forma de dormir pero, si te lo haces con convicción, puede acabar desembocando en el sueño.
Quiero decir que yo estaba despierto cuando entraron, no abrí los ojos pero estaba despierto. Creo que eran tres, supongo que los tres iban borrachos.

Funambulismo.

Una estación chiquita en medio de ninguna parte. Un atardecer lento que va tiñendo el cielo al otro lado de los cables del tendido eléctrico. Un niño que mira los pájaros posados en los cables y se imagina que, un día de estos, en lugar de volver al circo en el que trabaja, trepará por uno de aquellos postes y dará la vuelta al mundo.

Futuro.

A veces me siento triste
sin venir a cuento.

Los placeres cotidianos,
la comida caliente,
las sábanas limpias,
no consiguen causar en mí
el más mínimo efecto.

Mis programadores no lo entienden,
me reprograman,
me reconfiguran,
revisan mis circuitos.



Grafomanía.

X es grafómano, un enfermo de la escritura. Alguien para quien las personas, los objetos y los aconteceres tanto de la vida en general como de su vida en particular, sólo cristalizan como verdadera realidad en el momento en el que los inserta en alguna de sus libretas.
X atribuye su grafomanía a la extraña propensión que existía entre sus profesores de primaria al recurso de la copia como forma de castigo; a hacer escribir n veces la misma frase ante la menor travesura o salida de tono de los alumnos.
X, que de niño era más bien revoltoso e indisciplinado, se pasó gran parte de la Educación General Básica con un bolígrafo en la mano, sentado frente a un folio que se iba llenando de palabras que, a fuerza de repetidas, dejaban de tener sentido. Frases del tipo No hablaré en clase o No insultaré a mis compañeros o No pegaré a nadie.
Curiosamente, aquella especie de suplicio medieval acabó sentándole bien a X. le relajaba el sonido del bolígrafo deslizándose sobre el papel, el breve refulgir de la tinta un instante antes de secarse, la forma en la que las letras se le iban tendiendo hacia la derecha a medida que avanzaba el proceso…
Como un monje budista dibujando un mantra, así me sentía copiando quinientas veces la misma estúpida frase, completamente solo en el aula después de que se hubieran terminado las clases; sobre todo cuando el profesor de turno, una vez acabada la faena y en un alarde de crueldad innecesario, rasgaba las hojas ante tus ojos y arrojaba los pedazos resultantes a la papelera, escribe X, ya adulto, en una de sus libretas, y es un tema sobre el cual, con el paso de los años, vuelve con relativa frecuencia.


Pecera.

Un astronauta perdido por las playas de Menorca en mitad del invierno, con su escafandra de humo y su anhelo de soledad y distancia, de atardeceres vistos desde el espacio y amaneceres que han perdido su capacidad de generar significados.
Un astronauta que mastica su derrota y descubre entre los pliegues de sabor que no existe la victoria, que para él, en este planeta y en este tiempo, no hay posibilidad alguna de escurrirle el bulto a la derrota.
Un astronauta que respira en silencio e imagina que los dibujos entrecruzados que deja sobre la arena húmeda de ciertas playas el mar en retirada son en realidad una escritura secreta, un alfabeto desconocido; como si el mar fuese un inmenso poeta líquido que compone extraños poemas sobre la arena; poemas que, quizá, sólo logren entender las nubes o las aves migratorias.

Refugio.

Una lluvia tenue y extrañamente persistente, como la resaca de tres cervezas y dos canutos a destiempo. Un túnel bajo las vías del tren -o bajo la autopista o bajo algún edificio-; un túnel de techo abovedado bajo el que refugiarse de la lluvia. La chica joven apaga el porro mientras abre la funda de su instrumento, lo saca, lo monta, se lo lleva a la boca y empieza a soplar. El sonido dulzón y melancólico de la trompeta impregna amplificado el aire del interior del túnel, como si fuese un cuenco puesto del revés. Fuera sigue tercamente lloviendo. Por encima, quizá, está a punto de pasar un tren.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Diccionario abreviado de jardinería o cosas que pueden hacerse amontonando restos de poda.

Aroma.

Conservo tu olor retenido
en la palma de la mano izquierda .

En alguna de mis viejas libretas
juré y perjuré no volver a escribirte
nunca más un poema.

Pero ahora me acuesto sin ti y descubro
tu olor retenido en la palma
de mi mano izquierda.

Mira qué sencillo me resulta
quebrantar una promesa.




Erizo.

En invierno
adquiere dimensiones trágicas
el amor de los erizos.

Si se abrazan,
se lastiman con sus púas;
si se separan,
se mueren de frío.




Esperanza.

No esperar nada de nadie
ni permitir que nadie
espere nada de uno.

Intentar imaginar que el mundo
no existe más que en tu mente,
que mañana, al abrir los ojos,
descubrirás que todo es mentira.

La persistente pesadilla
de un borracho que por error
está soñando tu cerebro.





Herida.

Pensar en cosas simples.

El olor de la tierra mojada
cuando de repente
y contra todo pronóstico
estalla un chaparrón.

El sonido del mar;
el color del cielo.

Pensar en cosas simples.

Luchar contra la sensación
de que otra vez estoy solo.

No dejar crecer las grietas,
recuperar de cualquier manera
algo parecido a la sonrisa.

Pensar en cosas simples.

Convencerme , pese a las apariencias,
de que no te has ido.




Hoguera.


Los sinónimos no existen,
la palabra es ante todo sonido,
las frases brillan en frecuencias concretas,
el párrafo debe ser
correlato de esa danza.


Hay que arder mientras se escribe
si se quiere ser digno
de semejante privilegio.







Miedo.


Muchacho acurrucado en un rincón
de la habitación a oscuras
que puede escuchar perfectamente
el latido que le confirma
que tampoco allí está solo.




Palabras.

La palabra nace como sonido,
la oralidad precede
en mucho a la escritura.

La palabra escrito no es sino un intento
de fijar la palabra hablada,
de dotar del atributo de la permanencia
a algo que en esencia es efímero y contingente,
de fotografiar el sonido mucho antes
de que existiese método alguno
de registro auditivo.

Ahí reside la profunda paradoja
de la palabra escrita,
representante sobre el papel
de una entidad sonora
condenada al silencio.

Pienso en la literatura desde dentro,
el aspecto que debe tener
el interior de lo literario.

El paisaje es desolador,
un desierto de silencio donde todos
parecen estar hablando,
el mundo visto desde el cerebro
de un cantaor sordo y ciego
que no deja de cantar.




Poema.

A veces las palabras se confabulan para,
desde una simplicidad extrema,
crear instantes de belleza
sólo comparables a cosas tan simples
como una puesta de sol en Gabdos
o una buena tormenta
sobre un techo de uralita.




Soledad.

Dolores que se solidifican y adquieren
el aspecto de alguien que se aleja,
un nuevo espejismo que se disuelve
en el horizonte, una retahíla
de cuerpos decapitados, el anhelo
de la soledad más absoluta,
de ser la única persona en el mundo
capaz de ver el mar.




Tormenta.

Un mar desconcertado
que no sabe qué hacer con tanta agua
y se enfurece y encabrita
y arroja sobre la arena de las playas
el descarnado cuerpo
de todos sus ahogados.




Trinchera.

Como a los golpes y sin fortuna
camino por este mundo,
sin encontrarle las costuras
ni mucho menos el rumbo.

Como a los golpes y a malos pasos,
coleccionando por los rincones
ceniceros que se desbordan
bajo el signo de Diógenes,
trastos por todas partes,
meadas fuera de tiesto,
platos llenos de comida fosilizada,
algún que otro amigo muerto.

Como a los golpes y sin remedio
pero aguantando la compostura,
con la frente todo lo alta que se pueda
sin dejar la garganta al descubierto.

No vaya a ser que alguien se anime
a darme en la tráquea el golpe
que sin duda me merezco.




Versos.

Los hay como disparos
condenados a repetirse,
te atrapan durante días y no puedes
dejar de recitarlos en tu cerebro
una y otra vez; como si
esa conjunción de palabras concreta
creara una necesidad en tus neuronas,
una pequeña adición,
un picor que sólo se calma
repitiendo entre dientes
los versos en cuestión.

El corazón,
si pudiera pensar,
se pararía.

El mar recordó, de pronto,
el nombre de todos sus ahogados.

El amor es mentira.
La caricia es mentira.
La amistad es mentira.




Western.


Aprender a esperar.
Saber que, en un momento dado
y sólo con el clima apropiado,
todo se ordena como por ensalmo,
como si alguien hubiese decidido
que justo en ese instante
ha llegado la hora
de empuñar el revólver.

Carroña putrefacta,
alimento para gusanos.

La herencia de la sangre,
la alegre responsabilidad de saberse
parte de una estirpe de asesinos.

La mirada fría y el gesto adusto,
el pulso sereno al apretar el gatillo,
la clara conciencia de que todo hombre
es la prefiguración de su cadáver,
futura carroña putrefacta,
alimento para larvas y gusanos.

martes, 15 de diciembre de 2009

Las últimas palabras.

Y pese a todo van cayendo las palabras
como los purpúreos restos de vino
de una copa tumbada
que se resiste a dejar de gotear.

Palabras asediadas por el silencio,
mendicantes y babosas
como viejas putas sin dientes
por las que ya nadie pagará.

Palabras perdidas para siempre
como el vino derramado
que nadie beberá.

Palabras que se escapan sin saberlo,
como ratas en fuga de un barco que se hunde,
en busca de un verso ajeno
en el que tal vez germinar.

Palabras que resisten la tormenta
aunque sepan que con la calma
llegará la soledad.

Palabras escritas en las paredes
por el último hombre vivo sobre la tierra
que sólo volverán a ser pronunciadas
cuando las cucarachas aprendan a leer.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Estrategias discursivas para vencer al desamparo.

Hoy está en celo la gata de enfrente.
El calor hace impensable
cerrar la ventana.

Sus inquietantes maullidos se escuchan
como si estuviese aquí mismo,
dentro del armario.

Como si tuviese encerrado a un bebé hambriento,
o a la madre que sostiene a su hijo muerto entre los brazos
y que ya ha llorado tanto
que no le quedan fuerzas más que para esa especie
de gemido sostenido que ya ni siquiera
llega a ser un grito.

Ahora se ha callado.
La gata, digo.

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Dibujar tu mirada
dibujarla como una forma
de arrebatártela.

Tan cerca del abismo
como de tus ojos.

Un sortilegio,
una sustracción mágica.

Lograr a través del dibujo,
gracias a la tinta,
la tan anhelada extracción
de tus globos oculares.

Para echárselos a los cerdos.

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Que la vida es corta
y los días estrechos
ya lo saben casi
todos los boleros.

A veces aprietan tanto
que hasta cuesta respirar;

Entonces, claro, me veo
como un pececillo naranja
boqueando bajo el sol
sobre la última mancha de humedad
de un charco que se evapora.

Por suerte tenemos los bares y la lluvia,
Camarón y las tormentas.

Por suerte uno puede emborracharse
hasta quedar sin sentido
con la esperanza de que llueva
y de que, para cuando se pase la resaca,
haya subido por fin la marea.