Quiero dejar de escribir
versos sentimentales
sólo admisibles en adolescentes empachados de Bécquer
y del Neruda de los versos tristes
y el me gusta cuando callas.
Quiero evitar –pero me cuesta- la rima fácil,
los poemas de amor, los cuentos efectistas,
la tendencia a salpimentar la ficción
con mediocres pedacitos de mi vida.
Quiero evaporarme como un charco
cuando sale el sol con fuerza,
escapar como el humo acumulado en el salón
al abrir el balcón una noche de fiesta.
Quiero cantar –pero no sé- canciones tristes
como recoger pájaros muertos de la calzada,
hasta desaparecer en la melodía
y reencarnarme en una lágrima.
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Suena feo, pero los sentimientos
no son más que una determinada
configuración electroquímica en tu cerebro.
Tenemos el privilegio de ser los últimos
humanos en el camino hacia la máquina.
Alrededor del 2200 los poetas
se irán a vivir al subsuelo con las ratas,
nuestros semejantes.
En el 2666 el mundo será un enorme cementerio
en el ojo sin párpado de un nonato.
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El ser humano, ese bicho despreciable
que de tanto repetírselo a sí mismo
ha acabado por llegar a creerse
la culminación de algo, el huevo del picnic,
la guinda del pastel, el ajo de todas las salsas;
punto álgido de un proceso
que se inicia en el big bang
y se proyecta hacia el infinito.
Estúpida presunción, verborrea de borrachos,
delirio de científicos jugando a ser dioses,
consuelo para idiotas incapaces
de aceptar que no son más
que el azaroso conglomerado de moléculas
que estúpidamente los conforman.
martes, 10 de noviembre de 2009
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