miércoles, 11 de marzo de 2009

Maravillas de la condición humana (ficción revolucionaria)


A finales de febrero de dos mil nueve, ante el evidente fracaso de las protestas estudiantiles contra la implantación del plan Bolonia, con la también evidente degradación de la ya de por sí degradada enseñanza superior pública que dicha implantación supone, un alumno de informática de la universidad autónoma de Barcelona, decide, con el apoyo de sus compañeros de sindicato, dar un paso más allá en la escalada de protestas y declararse en huelga de hambre indefinida.

El ser humano dispone de dos operaciones fisiológicas sin las cuales el cuerpo no puede mantenerse con vida, dos condiciones sine qua non para la existencia: la nutrición y la respiración. Si un cuerpo humano deja de nutrirse, muere; si un cuerpo humano deja de respirar, muere. La única diferencia es de tiempo. Quizá sea esa condición de suicidio ralentizado, de lenta procesión hacia la muerte, la que dota a una huelga de hambre del halo cuasi místico que la rodea, de la fascinación que despierta.

Desde el principio, la radical protesta de Tomás despertó sentimientos encontrados entre los miembros de la asamblea de letras, que había sido algo así como el buque insignia de las fracasadas protestas del semestre anterior y exhibía orgullosa en su hoja de servicios la hazaña de haber ocupado durante un mes el edificio de la facultad y haber conseguido suspender, mientras duró la ocupación, toda actividad académica en sus aulas. La figura de Tomás, decía, despertó desde el principio sentimientos encontrados entre aquellos que se sentían a sí mismos como la vanguardia revolucionaria de la población estudiantil.

Por un lado, y en primer lugar, la ya citada fascinación ante el heroico acto de su compañero de lucha y su sacrificio en pos de la universidad pública. Fascinación que se tradujo en la inmediata convocatoria de manifestaciones y días de huelga como muestra de apoyo a la protesta; la distribución desinteresada de camisetas, chapitas y pegatinas con la efigie del ilustre mártir de la causa; la realización de pintadas laudatorias a lo largo y ancho del campus e, incluso, algún que otro corte de la autopista AP-7 a su paso junto a la universidad con el innegable riesgo para sus vidas que de esta acción se desprende.

Por otro lado, y de modo mucho más soterrado, corría entre los miembros más destacados de la asamblea de letras, grandes artífices de la épica ocupación del semestre anterior, una cierta sensación de envidia, como si todo aquello no fuese más que el producto de una confusión, una usurpación ilegítima; la certeza de que hubiese tenido que ser uno de ellos –y no un tal Tomás, de informática- quien diese aquel paso trascendental para la historia de las revueltas estudiantiles.

Una sensación que se fue acrecentando a medida que Tomás persistía en su mesiánica protesta y que llegó a su punto culminante el fin de semana que un destacado miembro de la asamblea de letras encontró, en una de esas paradetas que se montan en ciertos conciertos, junto a la clásica camiseta con el rostro del Che, una camiseta con el rostro de Tomás. En aquel momento sufrió una revelación instantánea que le hizo ver claramente cuál era la senda a seguir, por dónde discurría su camino.

Al llegar a su casa, todavía bajo el hechizo de su reciente epifanía, se sentó frente al ordenador y colgó un post en el blog de la asamblea de letras en el que se declaraba, dando una nueva vuelta de tuerca a la radicalización de las protestas que había supuesto la actitud de Tomás, en huelga de aire indefinida. Su madre lo encontró a la mañana siguiente tirado en el suelo junto a su escritorio, con los labios morados y un rictus como de victoriosa satisfacción en la cara.

Pudiera parecer un gesto absurdo y desmesurado, un sacrificio estéril y hasta cierto punto exhibicionista, pero lo cierto es que su drástica autoinmolación caló hondo entre la masa estudiantil y, la huelga de aire indefinida como si de un virus se tratase, empezó a expandirse entre el alumnado consiguiendo, en un plazo de dos años, paralizar la aplicación de Bolonia por falta de alumnos y eclipsar, así, la gesta de Tomás que, para entonces, llevaba más de setecientos días sin probar bocado.

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