miércoles, 12 de noviembre de 2008

El cielo sobre Berlín.

Buscando no llamar la atención, aprendí primero a reprimir los olores que de forma natural el cuerpo desprende.
Es una cuestión de disciplina e interiorización, hay que identificar el momento preciso en el que los poros se abren, el instante en el que tu olor, como una especie de aura, coloniza el aire alrededor de tu cuerpo y, justo ahí, concentrarte en ellos, hacerles creer a los poros que en realidad están hechos del mismo material que las glándulas que captan el olor en el interior de las fosas nasales, convencerles de que son sumideros y no aspersores.
Parece difícil pero, a fuerza de insistir y con un poco de suerte, al final uno consigue neutralizar su identidad aromática.
Después ya fue todo mucho más fácil, dejé de hablar y me entrené hasta conseguir que mis pasos dejaran de emitir sonido alguno. Pasé así a formar parte del silencio.
Luego le tocó el turno al tacto y para eso tuve que buscar ayuda en un antiguo tratado de brujería. Después de dos meses de ingerir a diario el elixir de la intangibilidad me hice, cómo no, intangible y desde entonces ya nadie puede tocarme.
Los secretos de la invisibilidad fui a buscarlos al interior de una película coreana.
Ahora soy tan sólo un sabor y me dedico a pasear entre la gente sin ser percibido. A veces llevo un sobrecito de azúcar y, si veo a alguien especialmente triste, le meto un dedo en la boca después de haberlo introducido en el sobre.

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